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  • viernes, 25 de febrero de 2011

    1º CAPITULO DE ángel perdido- javier sierra

    esto lo puedes encontrar en el apartado de 1ºs capitulos.

    Ángel perdido.

    65 x 65 pixelDoce horas antes

    La enorme pantalla de plasma del despacho del director de la Agencia Nacional de Seguridad se iluminó mientras sus persianas eléctricas oscurecían la sala con un suave zumbido. Un hombre trajeado, de aspecto impecable, aguardaba tras una mesa de caoba a que el todopoderoso Michael Owen le explicara por qué lo había hecho venir a toda prisa desde Nueva York.
    -Señor Allen -carraspeó el gigante negro clavando su mirada en él-. Le agradezco que haya venido a verme con tanta diligencia.
    -Supongo que no tenía elección, señor -respondió. Nicholas L. Allen era un agente curtido en aquellos lances. Llevaba dos décadas moviéndose con razonable agilidad por el bosque burocrático de Washington D. C. y se contaban con los dedos de una mano las veces que había pisado aquel despacho. Si el director Owen lo había convocado a su madriguera en Fort Meade, Maryland, era porque se avecinaba una crisis. Y de las grandes. Acudir presto era lo menos que podía hacer.
    -Verá, coronel Allen -prosiguió Owen. Sus ojos todavía lo escrutaban con severidad-. Hace seis horas nuestra embajada en Ankara nos ha enviado el vídeo que deseo mostrarle. Le ruego que se fije en todos los detalles y comparta sus impresiones cuando termine de verlo. ¿Lo hará?
    -Claro, señor.
    Nick Allen había sido entrenado para eso. Para obedecer a sus superiores sin oponer resistencia. Tenía el perfil del soldado perfecto: complexión fuerte, casi un metro ochenta y cinco de alzada, rostro cuadrado, surcado por alguna que otra fea marca de combate, y una mirada azul que podía graduar desde la infinita bondad a la furia más despiadada. Dócil, se reclinó en su butaca y aguardó a que la pantalla de barras multicolores desapareciera para desvelar su primera imagen.
    Lo que vio le hizo dar un respingo.
    Sentado en una habitación llena de desconchaduras y manchas en la pared aguardaba un hombre maniatado y con la cabeza cubierta por una capucha. Alguien lo había vestido con un mono naranja como el utilizado en las prisiones federales de los Estados Unidos. Sin embargo, los individuos que se movían a su alrededor distaban mucho de parecer norteamericanos. Allen distinguió a dos, quizás a tres tipos vestidos con galabeyas que escondían sus rostros tras pasamontañas negros. «Límite entre Turquía e Irán -calculó en silencio-. Tal vez Irak.» Los tiros de cámara le permitieron reconocer enseguida varios grafitis escritos en kurdí, impresión que se confirmó en cuanto los oyó hablar. El vídeo tenía una calidad razonable pese a haber sido filmado con una cámara doméstica. Tal vez con un teléfono móvil. Una frase más de aquellos tipos le bastó para identificar su procedencia. «Frontera con Armenia», concluyó. Además, dos llevaban al hombro sendos AK-47 y, al cinto, grandes cuchillos de hojas curvas típicos de la región. No le sorprendió demasiado que el operador de cámara fuera quien dirigiese la escena. Ni tampoco que le hablara al rehén en un inglés con el acento áspero que tantas veces había escuchado en el noroeste de Turquía.
    «Está bien. Ahora diga lo que debe», ordenó.
    El prisionero se removió al sentir que unas manos fuertes lo agarraban del cuello y lo orientaban con rudeza en dirección al objetivo mientras le arrancaban la capucha.
    «¡Dígalo!»
    El hombre de la pantalla titubeó. Tenía mal aspecto. Barba descuidada. Pelo revuelto y un rostro sucio, demacrado y de piel quemada por el Sol. A Nick Allen le extrañó no poder verlo mejor. La luz era pobre. Posiblemente procedía de una sola bombilla. Y, pese a todo, algo en aquel perfil le resultaba familiar.
    «En nombre de las Fuerzas de Defensa Populares..., exijo al gobierno de los Estados Unidos que cese de apoyar al invasor turco», dijo entonces en un inglés perfecto. Una algarada de gritos se elevó por detrás de él. «¡Continúa, perro!» El pobre hombre -al que no conseguía identificar, pese a concentrarse en cada uno de sus gestos- se estremeció. Balanceó su cuerpo hacia delante mostrando sus manos atadas a cámara. Tenía varios dedos ennegrecidos, tal vez congelados, que parecían aferrar un pequeño objeto. Una especie de colgante opaco, de aspecto irregular, poco atractivo, hizo que los ojos de Nick Allen se abrieran de par en par. «Si quieren rescatarme con vida, hagan lo que piden -dijo como si una tristeza infinita se hubiera instalado en su garganta-. Mi vida... Mi vida vale la salida de las tropas de la OTAN en un perímetro de doscientos kilómetros alrededor del Agri Daghi.»
    «¿Agri Daghi? ¿Eso es todo? ¿No piden rescate?»
    Allen vio cómo los dos hombres que tenía detrás volvieron a corear gritos en kurdí. Parecían muy excitados. Uno de ellos llegó incluso a sacar su daga y a agitarla alrededor del cuello del prisionero como si fuera a rebanárselo allí mismo.
    -Y ahora fíjese bien -susurró Owen.
    El coronel se frotó la nariz y aguardó a que el vídeo avanzase.
    «¡Diga su nombre!»
    La nueva orden del operador de cámara no lo pilló por sorpresa. Había visto demasiadas veces escenas como ésa para saber qué venía a continuación. Después de obligar al rehén a identificar su unidad militar, su graduación o su procedencia exacta, lo acercarían al objetivo para que no cupiera duda alguna de su identidad. Si en ese momento el prisionero careciera de interés, lo dejarían llorar y desesperarse mientras se despedía de su familia y, acto seguido, lo obligarían a bajar la cabeza para degollarlo. Los más afortunados terminarían su agonía con un tiro de gracia. Los que no, boquearían y se desangrarían hasta morir.
    Pero aquel hombre debía de tener un gran valor. Michael Owen no lo hubiera llamado si no fuera así. Nick Allen era, a fin de cuentas, un experto en operaciones especiales. En su currículo figuraban misiones de rescate en Libia, Uzbekistán y Armenia, y formaba parte de la unidad más reservada de la Agencia. ¿Era eso lo que quería de él su director? ¿Que lo trajera de vuelta a su despacho?
    El vídeo rugió de nuevo:
    «¿No me ha oído? -dijo el operador-. ¡Diga su nombre!»
    El prisionero levantó los ojos dejando ver unas feas bolsas de color morado bajo ellos y una frente cuarteada.
    «Me llamo Martin Faber. Soy científico...»
    El todopoderoso Michael Owen detuvo entonces el vídeo. Tal y como esperaba, Allen se había quedado mudo de asombro.
    -¿Comprende ahora mi urgencia, coronel?
    -¡Martin Faber! -masculló moviendo su mandíbula de un lado a otro, sin terminar de creérselo-. ¡Pues claro!
    -Y eso no es todo.
    Owen alzó el mando a distancia en el aire y trazó un círculo alrededor de la imagen congelada de aquel individuo.
    -¿Ha visto lo que sostiene en sus manos?
    -¿Es...? -El fiel militar amagó un gesto de profunda inquietud-. ¿Es lo que imagino, señor?
    -Lo es.
    Nick Allen frunció los labios como si no diera crédito a lo que veía. Se acercó todo lo que pudo a la pantalla y se fijó mejor.
    -Si no me equivoco, señor, ésa es sólo una de las piedras que necesitamos.
    Un brillo malévolo destelló en los ojos del enorme gorila que dirigía los designios del servicio de inteligencia más poderoso del planeta.
    -Tiene usted razón, coronel -sonrió-. La buena noticia es que este documento desvela, sin querer, el paradero de la que falta.
    -¿De veras?
    -Fíjese bien, por favor.
    Michael Owen dirigió el mando a distancia hacia la pantalla y lo accionó. La figura demacrada de Martin Faber volvió a moverse como por arte de magia. Su mirada azul se había vuelto aún más acuosa, como si estuviera a punto de romper a llorar.
    «Julia -susurró-. Tal vez no volvamos a vernos...»
    «¿Julia?»
    Al apreciar la mueca de satisfacción de su hombre más capacitado, el director de la Agencia Nacional de Seguridad sonrió. El vídeo no había terminado aún cuando su orden se coló en el cerebro de su mejor agente, ocupando el primer lugar de su lista de prioridades:
    -Julia Álvarez -completó Owen la información que faltaba-. Encuentre a esa mujer, coronel. De inmediato.

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    Joles Sennell / Marc Torrent

    Bernardo es el hijo pequeño de un rey cuyo reino tiene un bosque invadido por una niebla apestosa. Él solo, con la ayuda de una longaniza y un saquito de olor, conseguirá no solo averiguar cuál es la causa de la peste, sino también eliminarla. ¿Quieres ayudarlo aresolver los enigmas que se esconden en el bosque y acompañarlo en esta aventura?

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    Cuando el detective Fermín Escartín es invitado a la presentación mundial de la estilográfica Amsterdam Solitaire, no sabe que está siendo involucrado en una sofisticada venganza empresarial, que nos va a llevar del puerto de Montecarlo a Ámsterdam, la capital mundial de los diamantes y, por supuesto, a las calles del casco viejo de Zaragoza, el territorio natural de Escartín. Así pues, el investigador aragonés en esta ocasión se enfrentará al reto de desentrañar un robo impecable, casi perfecto, aparentemente imposible.

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    jueves, 24 de febrero de 2011

    YA ESTOY AQUÍ

    hola a todos, soy alan el administrador del blog.
    como habeis podido comprobar he estado unos dias sin actualizar, es porque estaba muy malo.
    pero bueno ya estoy de nuevo y con muchas fuerzas para seguir leyendo y cambiando opiniones con vosotros.

    he visto que sois 3 seguidores !! muchas gracias por seguir mi blog espero que os guste.
    he estado intentando hacer imm's ( in my mailbox) enseñar los libros por video . pero no he podido porque los estoy subiendo, en youtube tarda mucho y al final pone que hay un error, asique de momento seguire con reseñas, imagenes, 1ºs capitulos y novedades hasta que pueda subir un imm.
    y pronto la editorial ATLANTIS me enviará un libro muy interesante que tengo muchas ganas de leer : RENAISSANCE- LA CAIDA DE LOS HOMBRES.
    mañana día 25 de febrero de 2011: os daré nuevas reseñas, novedades y 1ºs capitulos..... si quereis saber de que libros son.... ya sabes mañana lo tendreis.

    muchas gracias a los seguidores, A porcierto tendreis una nueva encuesta.
    :)

    sábado, 12 de febrero de 2011

    1º capitulo de proyecto amanda-invisible

    ESTO LO PODEIS ENCONTRAR EN EL APARTADO 1º CAPITULOS CON MUCHOS MAS Y IMAGENES EN ALTA RESOLUCION.
    Primer Capítulo- de proyecto amanda


    ¿Por qué será que cuando no quieres pensar en algo, no puedes dejar de hacerlo?
    Desde que me desperté, la escena que había presenciado Amanda en mi casa el día anterior se había repetido en mi cabeza como si fuera un vídeo de YouTube. Uno de esos que, nada más terminar, comienza de nuevo, en un bucle, con una reiteración enfermiza. Estuve pensando en ello mientras me vestía, mientras pedaleaba hasta el instituto, e incluso mientras estaba con Kelli junto a su taquilla, y ella intentaba acordarse del argumento de una película de Reese Witherspoon que había pillado empezada la noche anterior. Ahora estaba en clase de historia, pero la explicación del señor Randolph sobre las causas de la Primera Guerra Mundial quedó eclipsada por una voz en el interior de mi cabeza. Era la de mi padre, que repetía las mismas palabras una y otra vez. Me pregunté qué es lo que habría escuchado Amanda exactamente. Probablemente, todo. El teléfono había sonado cuando yo estaba en el piso de arriba, buscando mi cuaderno de notas. Regresé a la cocina. Mi padre daba voces, así que era obvio que había contestado y que la conversación había comenzado un rato antes. Amanda y yo hablábamos mucho, por lo que ella ya habría intuido que pasaba algo. Sabía más que cualquier otra persona en el instituto. Pero hasta ayer no lo sabía todo. No conocía la peor parte. Sí, estaba enterada de lo de mi madre, pero no tenía ni idea de lo del dinero. Ahora ya lo sabía. Lo asombroso fue que no parecía sorprendida. Era como si, de algún modo, lo hubiera adivinado hacía ya mucho tiempo.
    -... Y por esta razón, el asesinato del archiduque supuso el catalizador del estallido del conflicto, pero no la causa per se. Normalmente me gustan las clases del señor Randolph, y eso que no soy lo que se dice una apasionada de la historia. Es muy agradable y paciente, explica las cosas con claridad y es uno de los pocos profesores del Endeavor que real mente te prepara para los exámenes. Pero aun así, aquella mañana me resultó imposible concentrarme en la lección. Negué con la cabeza, me enderecé en mi asiento y saqué una nueva punta de mi portaminas. Tal vez si adoptaba la actitud de una estudiante atenta podía convertirme en una. -¿Habéis anotado eso? Alianzas enmarañadas. Es lo más importante, con lo que os debéis quedar de la clase de hoy. La pizarra estaba cubierta de anotaciones, pero el señor Randolph había encontrado hueco suficiente para escribir 'alianzas enmarañadas' en letras grandes, y subrayó lo de 'enmarañadas' unas cincuenta veces. Puse los ojos en blanco y empecé a copiar aquella frase tan crucial. No había duda de que esas alianzas serían lo único que recordaría de aquella clase. Lástima que no supiera lo que eran ni quiénes las habían entablado. Justo en el momento en que empezaba a escribir 'enmarañadas', Lexa Brooker, que estaba sentada a mi lado, deslizó un trozo de papel arrugado sobre mi cuaderno.
    Era una nota de Heidi. La recogí con mano experta -Heidi y yo habíamos pasado tantas clases juntas que era capaz de hacer desaparecer sus notas en un nanosegundo- y terminé de copiar la palabra. Después desdoblé el papel cuidadosamente. Levanté la mirada. En el aula del señor Randolph los pupitres están dispuestos en forma de herradura. Heidi estaba sentada justo en el otro extremo, pero nuestras miradas se encontraron y ella levantó las cejas, que llevaba muy bien perfiladas. Asentí de forma casi imperceptible, agradecida por tener algo en que pensar aparte de la cuestión de que Amanda supiera aún más cosas sobre
    mi desquiciada familia de las que había sabido hasta la semana pasada. La fiesta del sábado iba a ser increíble, y las Chicas I -Kelli, Heidi, Traci y yo (sí, durante un tiempo escribí mi nombre con una i, pero ¡no pienso volver a hacerlo!)-, las actuales reinas de segundo, íbamos a ir de verde. ¡Qué guay! Tengo una camiseta ajustada de color verde oscuro, que me puse una vez que fuimos juntas al cine. Lee estaba por allí, y me dijo que el verde resaltaba mucho el color de mis ojos. Al pensar en Lee, la cara se me puso de un tono rosado, que es lo que nos pasa a las irlandesas pelirrojas cuando nos ruborizamos. O cuando nos asustamos. O cuando tenemos calor. O a la más mínima sensación de nerviosismo o incomodidad. En resumen, entre veinte y mil veces al día.
    -¿Calista Leary? Levanté la cabeza como un resorte en cuanto escuché mi nombre. ¿Acaso el señor Randolph había visto el trozo de papel mientras circulaba por la herradura de mano en mano? Hay profesores que, si te pillan pasando una nota, te hacen leerla en voz alta delante de toda la clase. No es que el contenido de esta fuese especialmente comprometedor, pero aun así no me habría hecho ninguna gracia que todo el mundo se enterase. Entonces me di cuenta de que había sido una voz de mujer la que había dicho mi nombre, y de que el señor Randolph ni siquiera me estaba mirando. Lo que estaba haciendo, al igual que el resto de la clase, era mirar hacia la puerta, donde se encontraba una de las secretarias de la dirección del instituto.
    -Eh... Soy yo. Todos se quedaron mirándome, y sentí una oleada de calor que se desplegaba por mi cara y por mi pecho, dejando a su paso un enorme rubor.
    -Tienes que ir al despacho del subdirector. Durante unos instantes, fue como si se hubiera dirigido a mí en un idioma que no fuera el mío. No fui capaz de entender las palabras que acababa de pronunciar.
    -¿Tengo que...? -repetí como una boba.
    -Puedes recoger tus cosas -añadió inclinando la cabeza, coronada por un ceñido moño-. No volverás antes de que termine la clase. Al ver mi cara de perplejidad, el señor Randolph dijo:
    -Ya te dejarán mañana los apuntes, Callie. Ahora, ve con la señora Leong. De repente mi confusión desapareció y pasó a convertirse en miedo. ¿Tendría esto algo que ver con mi madre? Me levanté a toda prisa, y estuve a punto de volcar mi pupitre. Entonces la mochila se enganchó con la silla. Me temblaban tanto las manos que a duras penas pude abrir la cremallera. Prácticamente podía escuchar a los demás alumnos compadeciéndose de mí. Cuando pasé al lado de Heidi, me susurró:
    -¿Qué ha pasado? Al contrario que Traci y Kelli, Heidi sabía lo de mi madre, aunque nunca habíamos hablado de ello. Tampoco habíamos vuelto a hablar de lo que había ocurrido aquella noche. Nunca. Negué con la cabeza para hacerle saber que no tenía ni idea. Ella alargó la mano para tocar la mía un instante; su adorable rostro estaba contraído por la preocupación. En ese momento, tuve un horrible pensamiento: '¿Está haciendo esto porque se preocupa por mí, o solo porque quiere aparentarlo?'. Últimamente tenía estos pensamientos con respecto a Heidi, pero antes de que pudiera darme la vuelta para comprobar la expresión de su rostro, estaba fuera del aula con la puerta cerrada detrás de mí. Resultaba extraño caminar por unos pasillos tan vacíos. Normalmente solo me muevo por ellos entre clase y clase, rodeada de otro millar de estudiantes del Endeavor que avanzan entre empujones para llegar a su aula correspondiente. Pero ahora estaba tan silencioso que podía escuchar el eco de los gruesos tacones de la señora Leong. Me fijé en que se había descolgado un extremo de una vieja pancarta de la fiesta de antiguos alumnos, que ahora se mecía por una brisa imperceptible. 'Veteranos del Endeavor: ¡No tenemos espíritu, SOMOS espíritus!'. ¿A quién se le habría ocurrido la brillante idea de utilizar un fantasma como mascota del instituto? ¿Y por qué tenían que recordarme los fantasmas justo ahora? Cuando todo parecía señalar que estaba a punto de descubrir que mi madre había...
    La señora Leong abrió la puerta que conducía a la zona de dirección. Allí no quedaba ni rastro de la tranquilidad que reinaba en los pasillos: una docena de teléfonos sonaba a la vez, una fotocopiadora funcionaba a más de cien revoluciones por segundo, y al menos dos secretarias más se afanaban en teclear en sus ordenadores. Me pareció que había entrado en la oficina de una gran empresa, en lugar de estar en la Escuela Unificada Endeavor de Primaria y Secundaria. Al recordar la sugerencia de Amanda para un nuevo lema del instituto ('Basta ya de fantasmadas'), mi ansiedad se calmó un poco. Pero se me hizo un nudo en el estómago en cuanto la señora Leong señaló el despacho del subdirector Thornhill.
    -Entra. Te está esperando. Tuve un segundo para considerar la ironía que suponía que el señor Thornhill fuera quien presenciara mi reacción al recibir las peores noticias posibles sobre mi madre. Por alguna razón que se me escapaba, mi padre lo odiaba profundamente, y ahora tendría que contarme la terrible verdad, precisamente en su despacho. Abrí la puerta con el corazón retumbando en mis oídos, segura de que lo próximo que vería sería el rostro de mi padre cubierto de lágrimas.

    1º capitulo caperucita roja ¿ a quién tienes miedo?

    ESTO LO PUEDES ENCONTRAR EN EL APARTADO 1º CAPITULOS Y MUCHOS MAS CON LA IMAGEN DEL LIBRO EN ALTA RESOLUCION.

    Primera parte- LIBRO DE SARA BLAKLEY

    Desde las imponentes alturas del árbol, la niña podía verlo todo. La adormilada aldea de Daggorhorn se extendía allá abajo, en el lecho del valle, y, desde lo alto, parecía una tierra lejana y extraña. Un lugar del que nada conociese, un lugar sin picas ni espino, un lugar donde el temor no merodease como un padre angustiado.

    Estar allí, tan alto en el cielo, hacía que Valerie se sintiese también como si fuera otra persona. Podría ser un animal: un halcón, en la frialdad de la supervivencia, arrogante y aislado.

    Aun a los siete años de edad, era en cierto modo consciente de ser distinta de los demás aldeanos, y no podía evitar guardar las distancias con ellos, incluso con sus amigos, abiertos y encantadores. Su hermana mayor, Lucie, era la única persona en el mundo a quien Valerie se sentía unida. Lucie y ella eran como las dos cepas de esa misma vid que habían crecido entrelazadas la una a la otra en la vieja canción que entonaban los ancianos de la aldea.

    Lucie era la única.

    Valerie miró más allá de sus pies desnudos que se columpiaban suspendidos en el aire y se preguntó por qué había subido hasta allí. Por supuesto que no se lo permitían, pero esa no era la cuestión. Ni tampoco se trataba de la dificultad del ascenso, aquel reto había perdido ya toda emoción un año atrás, cuando por primera vez alcanzó la rama más alta y no halló por dónde continuar salvo el cielo abierto.

    Había trepado tan alto porque no podía respirar abajo, en el pueblo. Si no salía de allí, la infelicidad se instalaría en ella y se amontonaría como la nieve hasta enterrarla.

    Arriba, en el árbol, el aire era fresco en su rostro, y ella se sentía invencible. Jamás le preocupó caer: tal cosa no era posible en este universo ingrávido.

    -¡Valerie!

    La voz de Suzette resonaba y ascendía a través de las hojas, la llamaba como una mano que tirase de ella de regreso a la tierra.

    Por el tono de voz de su madre, Valerie supo que era hora de irse. Recogió las rodillas, se acuclilló e inició el descenso. Si miraba hacia abajo, podía ver la pronunciada pendiente del tejado de la casa de la Abuela, construida allí mismo, entre las ramas del árbol, y cubierta de una espesa maraña de agujas de pino. La casa estaba incrustada en un floreciente nudo de ramaje, como si se hubiese cobijado allí durante una tormenta. Valerie siempre se cuestionó cómo habría llegado hasta ahí, pero nunca lo preguntó porque algo tan maravilloso no debería recibir jamás explicación alguna.

    Se aproximaba el invierno, y las hojas habían comenzado a aflojarse en las ramas, se soltaban de su abrazo otoñal. Algunas se estremecieron y cayeron al vacío en el descenso de Valerie por el árbol. Había pasado toda la tarde encaramada, escuchando el ronco murmullo de las voces de las mujeres que el viento le ofrecía desde abajo.

    Parecía que hoy eran más cautelosas, más roncas, como si ocultasen un secreto.

    Cerca de las ramas inferiores, las que adornaban la techumbre de la casa, Valerie vio a la Abuela salir al porche, deslizarse sobre sus pies invisibles bajo la falda. La Abuela era la mujer más hermosa que Valerie conocía. Vestía largas faldas con diversas capas que se mecían al andar. Si avanzaba su pie derecho, su falda ondeaba a la izquierda. Sus tobillos eran delicados y maravillosos, como los de la minúscula bailarina de madera del joyero de Lucie, algo que a ojos de Valerie resultaba tan hermoso como aterrador porque daban la impresión de poder quebrarse.

    Valerie, en sí misma inquebrantable, saltó desde la rama más baja y aterrizó sobre el porche con un sólido golpe.

    No se azoraba como las demás niñas, cuyas mejillas eran rosas o redondeadas. Las de Valerie eran tersas, lisas y de una blanca palidez. No pensaba de sí misma que fuese guapa, o, para el caso, no pensaba en el aspecto que tenía, si bien nadie podía olvidar el rubio blanquecino, marco de esos inquietantes ojos verdes que se iluminaban como si los cargase un rayo. Sus ojos, aquella mirada consciente que poseían, la hacían parecer mayor de lo que era.

    -¡Vamos, niñas! -voceaba su madre desde el interior de la casa con un revoloteo de ansiedad-. Esta noche tenemos que volver pronto.

    Valerie llegó abajo antes de que nadie pudiese advertir siquiera que se encontraba en el árbol. A través de la puerta abierta, vio que Lucie iba corriendo hasta su madre; llevaba una muñeca que había vestido con retales que la Abuela había donado para la causa. Valerie pensó que ojalá pudiese parecerse más a su hermana.

    Las manos de Lucie eran suaves y redondeadas, casi mullidas, algo que Valerie admiraba. Sus propias manos eran nudosas y finas, endurecidas con callosidades.

    Todo su cuerpo estaba repleto de ángulos. Así, en las profundidades de su ser albergaba la sensación de que esto la convertiría en antipática, alguien a quien nadie querría tocar.

    Su hermana mayor era mejor que ella, de eso Valerie estaba segura. Lucie era más agradable, más generosa, más paciente. Ella nunca habría trepado más arriba de la casa del árbol, un lugar inapropiado para la gente sensata.

    -¡Niñas! Esta noche hay luna llena -la voz de su madre iba ahora dirigida a ella-. Y nos toca a nosotros -añadió con tristeza y un volumen que se desvanecía.

    Valerie no sabía cómo interpretar que les tocase a ellos.

    Esperó que se tratase de una sorpresa, quizá un regalo.

    Bajó la mirada al suelo y vio unas marcas en la tierra que formaban la silueta de una flecha. «Peter».

    Se le agrandaron los ojos, y descendió de la casa del árbol por la empinada y polvorienta escalera para examinar las marcas.

    «No, no es Peter», pensó al ver que no eran más que unos arañazos aleatorios en el suelo.

    «Aunque ¿y si.?».

    Las marcas se alejaban de ella en dirección al bosque.

    De forma instintiva, ignorando lo que debería hacer, lo que haría Lucie, las siguió.

    Por supuesto, no conducían a ninguna parte; las marcas desaparecían en apenas una docena de pasos. Enfadada consigo misma por ser una ilusa, se alegró de que nadie la hubiese visto ir tras un rastro inexistente camino de la nada.

    Antes de que se marchase, Peter solía dejarle mensajes con flechas que dibujaba en la tierra con la punta de un palo; las flechas conducían a él, a menudo escondido en las profundidades del bosque.

    Ya se había ido hacía meses, su amigo. Habían sido inseparables, y Valerie no era capaz aún de aceptar el hecho de que no volviera. Su marcha fue como si cortasen el extremo de una cuerda de un tijeretazo: quedaban dos hebras que se deshilachaban.

    Peter no era como los otros niños, que gastaban bromas y se peleaban. Él entendía los impulsos de Valerie, entendía la aventura, el no seguir las normas. Él no la juzgó jamás por ser una niña.

    -¡Valerie! -la llamaba ahora la voz de la Abuela.

    Sus llamadas habían de recibir una respuesta más urgente que las de su madre, pues las amenazas de la primera podían llegar realmente a cumplirse. Valerie dio la espalda a las piezas de aquel puzle con el que no obtuvo premio alguno y se apresuró a regresar.

    -Aquí abajo, Abuela -se inclinó contra la base del árbol y se deleitó con el tacto de papel de lija de la corteza.

    Cerró los ojos para sentirlo con plenitud, y oyó el quejido de las ruedas del carro, que se aproximaba como el trueno.

    La Abuela, al oírlo también, descendió por la escalera hasta el suelo del bosque. Envolvió a Valerie en sus brazos, con la fría seda de su blusa y la presión de su anticuada maraña de amuletos contra el rostro de la niña. Con la barbilla en el hombro de la Abuela, Valerie vio a Lucie bajar cautelosa por la escalera empinada, seguida de su madre.

    -Sed fuertes esta noche, queridas mías -susurró la Abuela.

    En el estrecho abrazo, Valerie guardó silencio, incapaz de poner voz a su confusión. Para ella, cada persona y lugar tenía su propio aroma; a veces, el mundo entero parecía un jardín. Decidió que su abuela olía como una mezcla de hojas machacadas con algo más hondo, algo profundo que no era capaz de ubicar.

    Tan pronto como la Abuela liberó a Valerie, Lucie le entregó a su hermana un ramillete de hierbas y flores que había recogido del bosque.

    El carro, movido por dos musculosos caballos de tiro, atravesaba con sacudidas las rodadas del camino. Los leñadores iban sentados en grupos sobre los tocones recién cortados, que se deslizaron hacia delante cuando el carro se detuvo frente al árbol de la Abuela. Las ramas -las más gruesas al fondo y en lo alto las más ligeras- se encontraban apiladas entre los hombres. Para Valerie, era como si los propios jinetes estuviesen también hechos de madera.

    Vio a su padre, Cesaire, sentado cerca del final de la carreta. Se puso en pie y se inclinó hacia abajo para alcanzar a Lucie. Sabía lo que hacía al no intentarlo con Valerie.

    Hedía a sudor y cerveza, y ella se mantenía alejada de él.

    -¡Te quiero, Abuela! -gritó Lucie por encima del hombro mientras dejaba que Cesaire las ayudase a ella y a su madre a pasar sobre el costado del carro. Valerie trepó y se subió por su cuenta. Con un restallido de las riendas, la carreta se puso en marcha, lenta y pesada.

    Uno de los leñadores se cambió de sitio para dejar espacio a Suzette y a las niñas, y Cesaire se estiró hacia él y le plantó un exagerado beso al hombre en la mejilla.

    -Cesaire -siseó Suzette, y sus ojos lanzaron sobre él un sordo reproche en cuanto los demás en el carro reiniciaron sus conversaciones-. Me sorprende que sigas consciente con lo tarde que es.

    Valerie ya había escuchado acusaciones similares con anterioridad, siempre reservadas tras el velo de un falso tizne de ingenio o inteligencia, y aun así, seguía sobresaltándose al escucharlas con tal tono desdeñoso.

    Observó a su hermana, que no había oído a su madre porque se reía con algo que otro leñador había dicho. Lucie siempre insistía en que sus padres estaban enamorados, que la base del amor no eran los grandes gestos sino, más bien, el día a día, el estar ahí, marcharse a trabajar y regresar al caer la noche. Valerie había intentado creer en la veracidad de aquello, pero no podía evitar pensar que el amor debía de consistir en algo más, algo menos pragmático.

    Ahora se sujetaba con fuerza mientras se asomaba por encima de los listones traseros del carro y veía desaparecer el suelo ante sus ojos a toda velocidad. Mareada, se giró de nuevo hacia el interior de la carreta.

    -Mi pequeña -Suzette tomó a Valerie en su regazo, y ella se lo permitió. Su pálida y hermosa madre olía a almendras y harina.

    Conforme el carro emergía del bosque de Black Raven y retumbaba paralelo al río cristalino, la lóbrega calima de la aldea se tornaba visible en su totalidad. Su aprensión era palpable aun en la distancia: pilotes, picas y espinos que sobresalían en altura y hacia el frente. La torre del vigía en el granero, el punto más alto de la aldea, se alzaba enhiesta.

    Ese era el sentimiento inmediato al atravesar el caballón: miedo.

    Daggorhorn era un pueblo lleno de gente asustada, gente que se sentía insegura aun en la cama, vulnerable a cada paso, expuesta en cada esquina.

    La población había comenzado a creer que se merecía la tortura, que alguna equivocación había cometido y que algo malvado moraba en su interior.

    Valerie había estudiado a los aldeanos, los había visto acobardarse a diario y había sentido su diferencia respecto de ellos. Lo que ella temía, más que lo externo, era la oscuridad que procedía de su propio interior. Se diría que era la única que se sentía así.

    Es decir, aparte de Peter.

    Regresó mentalmente a la época en que él se encontraba allí, ambos juntos, impávidos y plenos de un gozo temerario. Ahora culpaba a los aldeanos por sentir temor, por la pérdida de su amigo.

    Una vez atravesados los enormes portones de madera, el pueblo se asemejaba a cualquier otro del reino. Los caballos levantaban las mismas nubes de polvo que en esos otros lugares, y todas las caras eran conocidas. Perros vagabundos deambulaban por las calles con la barriga vacía y decaída, reducida en un grado tan imposible que el pelaje se antojaba rayado en los costillares. Escaleras que descansaban de manera cuidadosa contra los porches.

    El musgo brotaba de las grietas de los tejados y se abría paso reptando a través de las fachadas de las casas, y nadie hacía nada al respecto.

    Esta noche, los aldeanos se apresuraban a encerrar a sus animales.

    Era la noche del Lobo, del mismo modo exacto en que lo había sido cada noche de luna llena desde tanto tiempo atrás como nadie era capaz de recordar.

    Conducían y guardaban a las ovejas tras unas gruesaspuertas. De manos de un miembro de la familia a las de otro, el cuello de las gallinas se tensaba cuando las lanzaban escaleras arriba, y lo estiraban tanto que a Valerie le preocupaba que ellas mismas se lo fuesen a arrancar de cuajo.

    Al llegar a casa, los padres de Valerie mantuvieron una conversación en voz baja. En lugar de subir la escalera hasta su cabaña elevada, Cesaire y Suzette se encaminaron hacia el establo de debajo, oscurecido por la ominosa penumbra de su propia casa. Las niñas corrieron por delante de ellos a saludar a Flora, su cabra preferida. Al verlas, el animal golpeteó con los cascos los desvencijados tablones del redil; los ojos claros se le humedecían por la expectación.

    -Ya es la hora -dijo el padre, que se aproximó por la espalda de las niñas y les puso las manos sobre los hombros.

    -¿La hora de qué? -preguntó Lucie.

    -Nos toca a nosotros.

    Valerie vio algo en su pose que no le gustó, algo amenazador, y retrocedió ante él. Lucie buscó la mano de su hermana pequeña, la tranquilizaba como siempre hacía.

    Hombre que creía en la franqueza a la hora de hablar con sus hijas, Cesaire se asió de la tela de sus pantalones a la altura de las rodillas y se inclinó hacia delante para mantener una conversación con las dos niñas. Les contó que Flora sería el sacrificio de este mes.

    -Las gallinas nos proporcionan huevos -les recordó-.

    La cabra es todo lo que nos podemos permitir ofrecer.

    Valerie se quedó inmóvil en su estupefacta incredulidad.

    Lucie se arrodilló llena de dolor y se puso a rascarle el cuello a la cabra con sus pequeñas uñas y a darle esos tirones suaves de las orejas que los animales solo consienten a los niños. Flora empujaba la palma de la mano de Lucie con sus recién salidos cuernos, como si intentase ponerlos a prueba.

    Suzette miró a la cabra y después observó a Valerie con expectación.

    -Despídete de ella, Valerie -dijo al tiempo que apoyaba la mano sobre el esbelto brazo de su hija.

    Pero ella no pudo; algo se lo impedía.

    -¿Valerie? -la miró Lucie en tono de súplica.

    Era consciente de que su madre y su hermana pensaban que estaba siendo fría. Solo su padre lo entendió e hizo un gesto de asentimiento a su hija al llevarse a la cabra.

    Guiaba a Flora con una cuerda fina, el animal resoplaba y sus ojos atentos irradiaban inquietud. Valerie contuvo las amargas lágrimas y odió a su padre por su empatía y por su traición.

    No obstante, fue cuidadosa. Nunca permitió que nadie la viese llorar.

    Aquella noche, Valerie estaba tumbada despierta después de que su madre las llevase a la cama. El resplandor de la luna entraba como una cascada por la ventana y se extendía cual columna por los tablones del suelo.

    Meditó con intensidad. Su padre se había llevado a Flora, su preciosa cabra. Valerie la vio nacer sobre el suelo del establo, cómo la madre balaba de dolor mientras Cesaire traía al mundo a la cabritilla, pequeña y húmeda.

    Sabía lo que tenía que hacer.

    Lucie palpó a tientas el lado de Valerie, que había abandonado el calor de la cama que compartían y se dirigía a la escalera del altillo y, de ahí, a la puerta principal.

    -¡Tenemos que hacer algo! -susurró Valerie en tono apremiante, indicándole a su hermana que se uniese a ella.

    Pero Lucie se negó, temerosa, con un gesto de la cabeza y el deseo no expresado de que también ella se quedase.

    Valerie sabía que no podía hacer igual que su hermana mayor, en cuclillas junto a la puerta y aferrada a su madriguera. Ella no iba a quedarse quieta y a ver su vida transcurrir ante sí. Pero del mismo modo en que Lucie había admirado siempre la entrega de Valerie, ella siempre había admirado el comedimiento de Lucie.

    Valerie deseaba arropar a su intranquila hermana y pedirle que no se preocupara, decirle «Shhh, dulce Lucie, todo irá bien por la mañana». En cambio, se volvió, sostuvo el pestillo de la puerta con el pulgar hasta tocar con suavidad la hoja en el marco, y salió al frío de la intemperie.

    La aldea tenía esa noche un aire especialmente siniestro, al contraluz de la claridad de la luna. Con el color de unos cascos desteñidos por el sol, las casas se erguían como barcos esbeltos, y las ramas de los árboles sobresalían como espinosos mástiles contra el cielo nocturno. Cuando Valerie salió por primera vez en solitario, sintió como si estuviese descubriendo un mundo nuevo. Para llegar hasta el altar con mayor rapidez, tomó un atajo a través del bosque.
    (...)

    reseña la maldición del maestro



    LA MALDICIÓN DEL MAESTRO (CRÓNICAS DE LA TORRE; VOL. II)
    Autor: LAURA GALLEGO GARCÍA
    Editorial: SM
    Fecha de publicación: 06/2006.
    Edición: 1ª.
    Número de páginas: 220.
    Precio:

    13,50




    esta es la reseña de la maldicion del maestro:


    sinopsis:
    El Amo de la Torre juró venganza antes de morir. Ningún aprendiz de mago debe rebelarse contra su Maestro y, sin embargo, Dana la actual Señora de la Torre y Fenris, el elfo lo hicieron. Ahora, aprovechando que hay nuevos discípulos en la escuela, la muerte no va a impedirle al Maestro cumplir su promesa. Y en el valle siguen aullando los lobos.

    Colección: CRÓNICAS DE LA TORRE.
    Encuadernación: Cartoné.
    Tamaño: 14x22.
    Idioma: Castellano.
    Ilustraciones en color.

    como ya dije: laura gallego me encanta como escribe me gustna todos sus libros.
    no tanto como el primero pero si que me ha gustado por eso le he puesto un
    5/5 que desde esta reseña va con imagen y 5/5 es homer simpsons:



    5/5

    jueves, 10 de febrero de 2011

    novedades de editorial atlantis


    El libro de Carmen Baena, de profesión médico forense, está a medio camino entre la autobiografía, la crónica de sucesos y la novela negra. Por sus páginas la autora va narrando la experiencia de Marisol, su alter ego, en esa labor de levantar cadáveres, pasar consulta de lesionados e informar sobre las causas de la defunción de los cuerpos entregados a su examen. Y es precisamente ahí, en ese trabajo donde la muerte presenta su rostro más descarnado, en ocasiones consecuencia de odio, ira o ambición, y hace aparecer la miseria humana en su expresión más pura y, valga la expresión, descarnada.

    Los casos que nos relata Baena nos hacen reflexionar en primer lugar sobre la fina frontera que separa la vida de la muerte y cómo, una vez producida ésta, nos vemos reducidos a pura materia en descomposición que hay que meter en un congelador o cubrir con dos palmos de tierra cuanto antes para evitar que hieda. Es bueno enfrentarnos a esa realidad que nos acompaña desde que nacemos, y las pormenorizadas descripciones de la autora cargadas de precisión científica, al tiempo que de humanidad y, si se me permite decirlo, de caridad, nos llevan de cabeza a ello.

    Pero el libro es mucho más que eso. Nos ofrece una atalaya desde donde divisar lo más profundo y escondido del ser humano. La ambición, la ocultación, la envidia, asoman por sus páginas como el verdadero motor que mueve el mundo, los hilos de las marionetas que sacuden con su pulsión a nuestros cuerpos sobrecargados de vísceras y huesos. La autora nos muestra las huellas que tales pasiones han dejado de forma indeleble en los cadáveres sometidos a su labor profesional. Porque en medio del vocabulario y la jerga forense, por otra parte perfectamente entendible, Carmen tiene la virtud de, con una frase o una palabra, levantar el telón y mostrarnos a la oculta tramoya y al apuntador que, agazapado en su concha, dicta las acciones y los gestos que el público asistente ve en ese teatro que es la vida.

    El último de los casos relatados en el libro, el del moro, es el que contiene mayor densidad narrativa, vaciado personal de la autora y una radiografía más fiel del universo desconocido, esotérico y distante en que se mueve la justicia, y de esa actividad, la de la Medicina Forense, tan estrechamente unida a ella. El abuso de poder que permite la jerarquía, la ocultación, el deseo, la manipulación y el silencio cómplice campan a sus anchas por los capítulos que nos describen la autopsia que Marisol le practica al cadáver del moro, y las circunstancias que la acompañan. La sinceridad que rezuman esas páginas conmueve al lector y le obliga a implicarse en la trama.

    Siempre he pensado que para medir la bondad de un libro es importante, al terminarlo, mediatar, dejando aparte el entretenimiento que nos ha dado, lo que nos ha aportado y enriquecido. Y en este aspecto justo es reconocer que Descansen en paz pasa el examen con nota. Has elegido un buen título, apreciada Carmen, lástima que cuando uno llega a la última frase de las ciento noventa y nueve páginas de tu relato, que has concluido con un "nadie quiso saber nada", piense que esa expresión de "descansen en paz" no es precisamente la sensación que deja tu obra en quien la ha leído, una sensación que tiene de todo excepto tranquilidad y paz.

    Crítica de "La Malvadez" (Juan Carlos Ordoñez, Ediciones Atlantis) por José Vaccaro Ruiz

    El libro de Juan Carlos Ordóñez es difícilmente clasificable como género, tanto como inútil buscar en el diccionario la palabra "malvadez". Poesía, narrativa, greguería, sátira, todo eso y más tiene cabida en las poco más de 100 páginas de texto. Al autor le interesa más el mensaje y el contenido de cada historia que la forma que la envuelve, con una absoluta libertad para, en cada caso, adoptar la más adecuada a su objetivo de penetrar como un ariete en la mente del lector.

    Frases cortas, intercaladas de aforismos y de quiebros dentro de un discurso expositivo en donde nada, y mucho menos el desenlace, ni está asegurado ni es previsible. Solamente, al llegar al final de cada capítulo, de cada poema, de cada diálogo, podemos relajarnos levemente, muy levemente, antes de seguir la lectura.

    La brevedad y variedad de lo que en cada caso se relata permiten esa polifonía, esa acomodación plural del tono, la extensión y la gramática cargada de licencias. Todo dentro de una hechura ajustada, medida y viva, desprovista de cualquier apriorismo y/o academicismo estilístico. No hay improvisación en ese caleidoscopio de colores, sino una simbiosis casi perfecta entre la morfología (el verbo concreto) y la función (lo imaginario). Si, acaso, una voluntad manifiesta de mostrarnos la humanidad en toda su desnudez y crudez (por emplear dos vocablos que riman con Malvadez), haciéndolo con una mirada cargada de eso que Antonio Machado entendía por amor, justicia y bondad (una mitad es envidia, y la otra no es caridad).

    Decir que la poesía es, dentro de la Literatura, lo que las Matemáticas son para la Arquitectura. Es en el arte poético donde cada palabra, cada acento, cada puntuación tiene una importancia capital, un valor ensimismado propio. Tal vez por eso, en esta sociedad actual en la que todo son prisas y deprisas, la poesía ha decaído. Demasiado esfuerzo, demasiado sentimiento, demasiado silencio para su lectura.

    El libro se beneficia de ese bagage poético de su autor, especialmente atento a aplicar, también a su prosa, el preciosismo miniaturista de los versos.

    Señalar que en los poemas del libro, la más íntima, Ordóñez se coloca frente al lector oyente en un monólogo expositivo directo cargado de registros y experiencias personales que plantea y describe mirándonos a los ojos, cara a cara, diciéndonos, por emplear su lenguaje coloquial: "Tío, esto es lo que hay".

    Por el contrario, en las narraciones en prosa, el autor se sitúa a nuestro lado, nos pasa cariñosamente la mano por el hombro e, invitándonos a observar el espectáculo del mundo, nos dice: "Veamos juntos lo que es la vida". Esa cordialidad (ahora se le llama complicidad) entre autor y lector no impide que, sistemáticamente, quedemos sobrecogidos por lo que se nos muestra. La muerte y la vida, con todo el abanico de pasiones que van y caben en la una y en la otra, tienen su asiento en la obra.

    Al principio he dicho que el libro es difícilmente clasificable. Solo se me ocurre un adjetivo que aplicarle. Si entendemos que la Literatura es emoción y trascendencia, que es creación, La Malvadez es Literatura en estado puro.

    No renuncio, para acabar esta reseña transcribir, en negro sobre blanco, un fragmento de una de los poemas:

    Tu voz.
    Tras penar y tras pensarte,
    tras amarte sin remedio,
    solo tengo tu voz.
    Lo demás... es un desierto.
    por José Vaccaro

    ¡BANG!
    (Relato escrito por Ramón Valls Bausá)

    ¿Qué es BANG? BANG es una onomatopeya utilizada en los cómics. Recuerdo aquellos que en mi infancia leía, algunos de ellos de vaqueros, como los de Roy Rogers, que cuando disparaba sus pistolas, leía BANG.

    Lo cierto es que no es BANG el sonido de un revólver al ser disparado, es otro sonido, un sonido que va acompañado de otros elementos, como el calor, el olor, la nube de pólvora que envuelve el cañón del arma disparada. Desconozco quién es el que se atribuye la autoría de la onomatopeya BANG, pero, onomatopeya o real, maldito sea el sonido del revólver al ser disparado.

    Todo empezó de la forma más insospechada. No esperaba nada de lo que ocurriría cuando me afeitaba, con esa cara estúpida que ponemos ante el espejo, que refleja esos cabellos desordenados, ese rostro aún soñoliento, esa barba hirsuta de veinticuatro horas, las legañas y otros aderezos de nuestro rostro reflejado, donde la derecha es la izquierda y viceversa, Recuerdo que escuché a Rebeca que me decía.

    —Sami, venga, espabila, que el desayuno está listo.

    Me llamo Samuel, pero Rebeca me llama Sami. Sabe que me molesta, pero lo hace cariñosamente, lo hace sonriente y acariciándome el rostro cuando puede. Para ella soy Sami, no Samuel, como en casa de mis padres me llaman todos, padres y hermanos. En cambio, mientras a ella la llaman en su casa Bequi, yo sigo llamándola Rebeca. La adoro.
    Sentado ante el humeante café me lo dijo:

    —Cariño. Ve al banco y saca algo de dinero para el fin de semana.

    Primavera es la mejor estación. La luz te alegra la vida, a lo que contribuye también esa temperatura moderada. Quizá a los alérgicos les moleste el polen, pero no es mi caso. Así que fui contento al banco, parecía no importarme nada el secar algo nuestros escasos ahorros antes de cobrar la nómina que volvería a engordarlos. El dinero está para eso, para gastarlo… Y si además, es con Rebeca con quien lo gasto, ¡mejor!

    Cuando entré en la sucursal no me percaté de la situación. Eva y Lorenzo, como siempre en su lugar. Tenían el rostro tenso y, al entrar yo, sus ojos coincidieron con los míos. El hombre al que atendía Eva estaba de espaldas a mí. A su lado había otro, derecho y semi girado que también me daba la espalda también. Parecía que mantenía a dos personas de rodillas, con la vista en el suelo y las manos en la cabeza.

    Aquellas personas me hicieron entender qué era lo que pasaba. Me había metido en un atraco. Lo malo no era haber entrado, lo malo fue cómo entré. Tengo la mala costumbre de colocarme la cartilla de nuestros ahorros, los de Rebeca y míos, en el bolsillo interior de la chaqueta. Por eso entré sonriente, con largas y rápidas zancadas y llevándome la mano al bolsillo para sacarla. Craso error.

    El tipo al que parecía atender Eva y Lorenzo se giró al escucharme llegar. Llevaba un revólver y me encañonó. Entendí la mirada crispada de Eva y Lorenzo y fue entonces cuando maldije la onomatopeya. No la leía, la escuchaba, la veía, la olía.

    La bala salió. ¿Quién le explicaría a Rebeca que BANG es mucho más que una onomatopeya? Yo no.

    RadioRADIO ATLANTIS, LA VOZ DE LOS NUEVOS AUTORES

    Nace Radio Atlantis, una iniciativa que surge del esfuerzo que venimos realizando por darle voz a una nueva generación de escritores.

    Ediciones Atlantis cree en el talento, el valor y la originalidad. Así, con Radio Atlantis, establecemos un espacio en el que los propios creadores puedan hablarnos sobre el proceso de desarrollo de su obra. Funciona como un canal de difusión y promoción que puedes escuhar online o bien descargarlo gratis en tu móvil.

    Escúchanos en: www.radioatlantis.es

    NOVEDADES

    Amortal

    Luis Velasco Augusto

    Silvia ha salido por la noche, y a diferencia de lo que acostumbra, no ha llamado a sus progenitores. Tras varios intentos por contactar con ella, Dani, les indica que alguien, usando el teléfono de la chica, le ha pedido que la Policía contacte con él. Poco después aparece el cadáver de Silvia, y es aquí donde el protagonista, Toribio, o Tor, como lo conoceremos, hace su aparición como el inspector de policía que en primera instancia se hace cargo del asesinato. Una serie de circunstancias le hacen pensar que tal vez no sea un crimen aislado. La investigación se pone en marcha en el entierro de la joven, después de que hayamos conocido más sobre Toribio, sus inquietudes, el porqué se hizo policía y su vida personal, así como la urgencia que se le quiere dar a la investigación y la presión social y política que comienza a generarse en torno suyo. En el tanatorio, Toribio y su compañero Grima hacen contacto con Dani, que casi automaticamente se convierte en sospechoso, y con Loli, la mejor amiga de la fallecida, a los que citan para prestar declaración más adelante. La llamada que el asesino pidió hacer a la Policia es realizada, teniendo que asumir Toribio todo el peso de esa llamada. Allí se les informa de que habrá más muertes en el futuro.

    Amortal nos invita a tomar parte en una investigación policial en la que asistimos, casi minuto a minuto y como espectadores de primera fila, al desarrollo de una trama que reúne distintos elementos clásicos que han hecho popular el género, sin faltar nuevos elementos que le proporcionan originalidad.

    Puedes adquirirlo pulsando aquí y en librerías.

    Un viaje con suerte

    Fuencisla Avial Sancho

    "Un viaje con suerte" comienza de forma casual. Una mujer está recogiendo los libros de su casa con vistas a realizar una mudanza y entre ellos encontrará una especie de diario sobre un viaje que realizó con una amiga hace ya varios años. Su descubrimiento hará que se desencadenen los recuerdos... Comienzan en Segovia, donde las dos compañeras, ante la previsión de tener un verano de lo más aburrido por delante, deciden marcharse a la Costa Azul haciendo auto-stop, sin decir nada a sus padres. La visita a unos parientes que viven en Huesca, es la coartada que emplearán para poder dejar sus casas sin levantar sospechas.

    "Un viaje con suerte" nos ofrece un ameno relato de viajes con ciertos tintes de "road movie", en un momento tan interesante como es el de la España de mediados de la década de los setenta del siglo pasado.

    Puedes adquirirlo pulsando aquí y en librerías.

    La torre de Jade

    Andrés B. Padilla

    Nos encontramos en Madrid, en un futuro próximo. Antonio es capitán del ejército. Tiene una extraña pesadilla en la que se ha desatado una guerra nuclear y alguien le habla de una torre de jade. Despierta sobresaltado, y Silvia, su mujer, lo tranquiliza. Las pesadillas de Antonio continuarán, y entonces recibe una llamada urgente del Estado Mayor: se ha producido una brecha en la seguridad relacionada con la custodia de unas cabezas nucleares. En la grabación de video del CCTV unos intrusos aparecen y desaparecen después, y así lo corrobora el satélite de alta tecnología. Todos los miembros del equipo de seguridad están desaparecidos, según los sensores.

    "La torre de Jade" conjuga diversos géneros aparentemente contradictorios entre sí, como pueden ser el technothriller, bélico, fantástico o romántico. A ello contribuye la desbocada imaginación del autor, que convierte la lectura de esta novela en un ejercicio refrescante por lo inesperado: la trama del libro es absolutamente impredecible.

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    El bosque primordial

    Ramón Mª Vadillo Carazo

    Ángel es un tipo que, harto de estar estresado tanto en lo laboral como en lo personal, decide preparar una mochila con algo de comida, unos mapas y cuatro objetos básicos, y marcharse a hacer una acampada en solitario. Mientras inicia su marcha se va librando del estrés, preguntándose por su soledad, cuando decide subir a un montecillo, desde el que divisa el maravilloso paisaje otoñal. Se siente pletórico con el aire puro, pero le desconcierta no localizar a lo lejos una población que recordaba del mapa. Cuando regresa al campamento y se da cuenta de que se ha perdido, no le da mayor importancia. Una aventura es una aventura… Entonces aparece el Ser.

    Mide unos doce centímetros de altura, es peludo en todo su cuerpo salvo en la cara, su cabello es blanco... Y además es telépata y educado. Pronto congenian y Ángel no se siente en absoluto intimidado ni atemorizado, le parece de lo más natural. Conocemos entonces a la familia del Ser, gracias a un pequeño árbol genealógico que incluye palabras como Anciano y Mujer, Anciano y Marido, Grandullón, hijos, hijas, etc. Así, nuestro protagonista decide quedarse a vivir una temporada con ellos, lo que da lugar a diversas digresiones sobre las guerras, el hambre, y la pésima gestión de planeta que hacemos los “humanos grandes”.

    La atmósfera que se persigue en todo momento “El bosque primordial” es la de una historia de hadas para adultos, semejantes a algunas que se pusieron de moda a finales del siglo XIX en Inglaterra y Escocia, con grandes cultivadores del género, como Conan Doyle. Un universo particular donde las hadas son criaturas prodigiosas pero no necesariamente infantilizantes ni inofensivas. Como los seres de esta novela, son capaces de amar, de sentir y de matar si es preciso.

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    El hombre occidental

    José Mª Luque Martín

    Un chico andaluz, Héctor, conoce a Helena. Entre sí se conocerán por “loco” y “gallega”. Él cae rendido a sus pies desde la primera vez que la contempla en la estación de ferrocarril de su pueblo. Finalmente, ella también se enamora, pero todo concluye con una apasionada noche de amor, justo antes de que ella se vuelva a su tierra. Se encontraba en Andalucía impartiendo unos cursillos dirigidos a la mujer.

    A partir de aquí, y a base de flashbacks y continuos saltos en el tiempo, asistimos al recorrido vital de la pareja por separado; sus anhelos, sus vacíos, su acontecer…

    En Helena encontramos a una mujer más práctica, con las ideas claras acerca de lo que quiere y no quiere en la vida, si bien, más adelante en la novela, veremos como todas estas convicciones, y como suele suceder, se tambalean. Antes de Héctor, “la gallega” estuvo relacionada con Jorge, amor casi adolescente, “puro” y “bello” (el mundo de las ideas de Platón, está muy presente en todo momento). También estuvo con Marco, con quien conoce el hastío y la monotonía, y se le plantean una serie de dudas vitales que todos conocemos. ¿Es ésta la vida que yo quiero? ¿No hay nada más que esto?

    En el personaje de Héctor conoceremos su profundo amor hacia la “gallega” y algunas anécdotas referentes a su trabajo. Su actitud ante la vida es más pasional, y sin embargo, menos activa.

    “El hombre occidental” es una obra ambiciosa, profunda, repleta de referencias a pensamientos filosóficos… todo ello enmarcado dentro de lo que resulta ser una historia de amor, o tal vez, de la vida misma.

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    Nuestro primer hombre

    María Genny Quiñones Angulo

    Mónica, o Perla, es una niña perseguida por la desgracia. Desde los primeros momentos de su vida, los hombres van a tener una horrible influencia sobre ella. Una desgracia que parece heredada de su abuela y de su madre. Su padre abandona a su madre por un joven que dejó el barrio y volvió habiendo cambiado de sexo. Tras el abandono, la madre se da al alcohol y los antidepresivos, para no volver a ser jamás la mujer risueña que fue. La abuela no tuvo mejor suerte con un marido mujeriego que no decía que no a nada, tanto que murió a manos de una de sus amantes.

    Mónica sufre la primera violación a manos de un inquilino de su abuela, un religioso de avanzada edad que no practica para nada la moral cristiana. Poco después, será el chófer quien abuse de esta niña de solo ocho años.

    Nuestro primer hombre es una historia de corazones rotos. Personas que ansían el amor y se encuentran con una vida repleta de egoísmo y pobreza, donde toda la inocencia que albergan los personajes es destrozada. El viaje de Mónica no va a acabar hasta que no sea capaz de romper con su destino, marcado por las mujeres que le preceden y por una belleza que es su mayor condena.

    Puedes adquirirlo pulsando aquí y en librerías.


    gracias a la editorial atlantis por la informacion.