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  • sábado, 12 de febrero de 2011

    1º capitulo caperucita roja ¿ a quién tienes miedo?

    ESTO LO PUEDES ENCONTRAR EN EL APARTADO 1º CAPITULOS Y MUCHOS MAS CON LA IMAGEN DEL LIBRO EN ALTA RESOLUCION.

    Primera parte- LIBRO DE SARA BLAKLEY

    Desde las imponentes alturas del árbol, la niña podía verlo todo. La adormilada aldea de Daggorhorn se extendía allá abajo, en el lecho del valle, y, desde lo alto, parecía una tierra lejana y extraña. Un lugar del que nada conociese, un lugar sin picas ni espino, un lugar donde el temor no merodease como un padre angustiado.

    Estar allí, tan alto en el cielo, hacía que Valerie se sintiese también como si fuera otra persona. Podría ser un animal: un halcón, en la frialdad de la supervivencia, arrogante y aislado.

    Aun a los siete años de edad, era en cierto modo consciente de ser distinta de los demás aldeanos, y no podía evitar guardar las distancias con ellos, incluso con sus amigos, abiertos y encantadores. Su hermana mayor, Lucie, era la única persona en el mundo a quien Valerie se sentía unida. Lucie y ella eran como las dos cepas de esa misma vid que habían crecido entrelazadas la una a la otra en la vieja canción que entonaban los ancianos de la aldea.

    Lucie era la única.

    Valerie miró más allá de sus pies desnudos que se columpiaban suspendidos en el aire y se preguntó por qué había subido hasta allí. Por supuesto que no se lo permitían, pero esa no era la cuestión. Ni tampoco se trataba de la dificultad del ascenso, aquel reto había perdido ya toda emoción un año atrás, cuando por primera vez alcanzó la rama más alta y no halló por dónde continuar salvo el cielo abierto.

    Había trepado tan alto porque no podía respirar abajo, en el pueblo. Si no salía de allí, la infelicidad se instalaría en ella y se amontonaría como la nieve hasta enterrarla.

    Arriba, en el árbol, el aire era fresco en su rostro, y ella se sentía invencible. Jamás le preocupó caer: tal cosa no era posible en este universo ingrávido.

    -¡Valerie!

    La voz de Suzette resonaba y ascendía a través de las hojas, la llamaba como una mano que tirase de ella de regreso a la tierra.

    Por el tono de voz de su madre, Valerie supo que era hora de irse. Recogió las rodillas, se acuclilló e inició el descenso. Si miraba hacia abajo, podía ver la pronunciada pendiente del tejado de la casa de la Abuela, construida allí mismo, entre las ramas del árbol, y cubierta de una espesa maraña de agujas de pino. La casa estaba incrustada en un floreciente nudo de ramaje, como si se hubiese cobijado allí durante una tormenta. Valerie siempre se cuestionó cómo habría llegado hasta ahí, pero nunca lo preguntó porque algo tan maravilloso no debería recibir jamás explicación alguna.

    Se aproximaba el invierno, y las hojas habían comenzado a aflojarse en las ramas, se soltaban de su abrazo otoñal. Algunas se estremecieron y cayeron al vacío en el descenso de Valerie por el árbol. Había pasado toda la tarde encaramada, escuchando el ronco murmullo de las voces de las mujeres que el viento le ofrecía desde abajo.

    Parecía que hoy eran más cautelosas, más roncas, como si ocultasen un secreto.

    Cerca de las ramas inferiores, las que adornaban la techumbre de la casa, Valerie vio a la Abuela salir al porche, deslizarse sobre sus pies invisibles bajo la falda. La Abuela era la mujer más hermosa que Valerie conocía. Vestía largas faldas con diversas capas que se mecían al andar. Si avanzaba su pie derecho, su falda ondeaba a la izquierda. Sus tobillos eran delicados y maravillosos, como los de la minúscula bailarina de madera del joyero de Lucie, algo que a ojos de Valerie resultaba tan hermoso como aterrador porque daban la impresión de poder quebrarse.

    Valerie, en sí misma inquebrantable, saltó desde la rama más baja y aterrizó sobre el porche con un sólido golpe.

    No se azoraba como las demás niñas, cuyas mejillas eran rosas o redondeadas. Las de Valerie eran tersas, lisas y de una blanca palidez. No pensaba de sí misma que fuese guapa, o, para el caso, no pensaba en el aspecto que tenía, si bien nadie podía olvidar el rubio blanquecino, marco de esos inquietantes ojos verdes que se iluminaban como si los cargase un rayo. Sus ojos, aquella mirada consciente que poseían, la hacían parecer mayor de lo que era.

    -¡Vamos, niñas! -voceaba su madre desde el interior de la casa con un revoloteo de ansiedad-. Esta noche tenemos que volver pronto.

    Valerie llegó abajo antes de que nadie pudiese advertir siquiera que se encontraba en el árbol. A través de la puerta abierta, vio que Lucie iba corriendo hasta su madre; llevaba una muñeca que había vestido con retales que la Abuela había donado para la causa. Valerie pensó que ojalá pudiese parecerse más a su hermana.

    Las manos de Lucie eran suaves y redondeadas, casi mullidas, algo que Valerie admiraba. Sus propias manos eran nudosas y finas, endurecidas con callosidades.

    Todo su cuerpo estaba repleto de ángulos. Así, en las profundidades de su ser albergaba la sensación de que esto la convertiría en antipática, alguien a quien nadie querría tocar.

    Su hermana mayor era mejor que ella, de eso Valerie estaba segura. Lucie era más agradable, más generosa, más paciente. Ella nunca habría trepado más arriba de la casa del árbol, un lugar inapropiado para la gente sensata.

    -¡Niñas! Esta noche hay luna llena -la voz de su madre iba ahora dirigida a ella-. Y nos toca a nosotros -añadió con tristeza y un volumen que se desvanecía.

    Valerie no sabía cómo interpretar que les tocase a ellos.

    Esperó que se tratase de una sorpresa, quizá un regalo.

    Bajó la mirada al suelo y vio unas marcas en la tierra que formaban la silueta de una flecha. «Peter».

    Se le agrandaron los ojos, y descendió de la casa del árbol por la empinada y polvorienta escalera para examinar las marcas.

    «No, no es Peter», pensó al ver que no eran más que unos arañazos aleatorios en el suelo.

    «Aunque ¿y si.?».

    Las marcas se alejaban de ella en dirección al bosque.

    De forma instintiva, ignorando lo que debería hacer, lo que haría Lucie, las siguió.

    Por supuesto, no conducían a ninguna parte; las marcas desaparecían en apenas una docena de pasos. Enfadada consigo misma por ser una ilusa, se alegró de que nadie la hubiese visto ir tras un rastro inexistente camino de la nada.

    Antes de que se marchase, Peter solía dejarle mensajes con flechas que dibujaba en la tierra con la punta de un palo; las flechas conducían a él, a menudo escondido en las profundidades del bosque.

    Ya se había ido hacía meses, su amigo. Habían sido inseparables, y Valerie no era capaz aún de aceptar el hecho de que no volviera. Su marcha fue como si cortasen el extremo de una cuerda de un tijeretazo: quedaban dos hebras que se deshilachaban.

    Peter no era como los otros niños, que gastaban bromas y se peleaban. Él entendía los impulsos de Valerie, entendía la aventura, el no seguir las normas. Él no la juzgó jamás por ser una niña.

    -¡Valerie! -la llamaba ahora la voz de la Abuela.

    Sus llamadas habían de recibir una respuesta más urgente que las de su madre, pues las amenazas de la primera podían llegar realmente a cumplirse. Valerie dio la espalda a las piezas de aquel puzle con el que no obtuvo premio alguno y se apresuró a regresar.

    -Aquí abajo, Abuela -se inclinó contra la base del árbol y se deleitó con el tacto de papel de lija de la corteza.

    Cerró los ojos para sentirlo con plenitud, y oyó el quejido de las ruedas del carro, que se aproximaba como el trueno.

    La Abuela, al oírlo también, descendió por la escalera hasta el suelo del bosque. Envolvió a Valerie en sus brazos, con la fría seda de su blusa y la presión de su anticuada maraña de amuletos contra el rostro de la niña. Con la barbilla en el hombro de la Abuela, Valerie vio a Lucie bajar cautelosa por la escalera empinada, seguida de su madre.

    -Sed fuertes esta noche, queridas mías -susurró la Abuela.

    En el estrecho abrazo, Valerie guardó silencio, incapaz de poner voz a su confusión. Para ella, cada persona y lugar tenía su propio aroma; a veces, el mundo entero parecía un jardín. Decidió que su abuela olía como una mezcla de hojas machacadas con algo más hondo, algo profundo que no era capaz de ubicar.

    Tan pronto como la Abuela liberó a Valerie, Lucie le entregó a su hermana un ramillete de hierbas y flores que había recogido del bosque.

    El carro, movido por dos musculosos caballos de tiro, atravesaba con sacudidas las rodadas del camino. Los leñadores iban sentados en grupos sobre los tocones recién cortados, que se deslizaron hacia delante cuando el carro se detuvo frente al árbol de la Abuela. Las ramas -las más gruesas al fondo y en lo alto las más ligeras- se encontraban apiladas entre los hombres. Para Valerie, era como si los propios jinetes estuviesen también hechos de madera.

    Vio a su padre, Cesaire, sentado cerca del final de la carreta. Se puso en pie y se inclinó hacia abajo para alcanzar a Lucie. Sabía lo que hacía al no intentarlo con Valerie.

    Hedía a sudor y cerveza, y ella se mantenía alejada de él.

    -¡Te quiero, Abuela! -gritó Lucie por encima del hombro mientras dejaba que Cesaire las ayudase a ella y a su madre a pasar sobre el costado del carro. Valerie trepó y se subió por su cuenta. Con un restallido de las riendas, la carreta se puso en marcha, lenta y pesada.

    Uno de los leñadores se cambió de sitio para dejar espacio a Suzette y a las niñas, y Cesaire se estiró hacia él y le plantó un exagerado beso al hombre en la mejilla.

    -Cesaire -siseó Suzette, y sus ojos lanzaron sobre él un sordo reproche en cuanto los demás en el carro reiniciaron sus conversaciones-. Me sorprende que sigas consciente con lo tarde que es.

    Valerie ya había escuchado acusaciones similares con anterioridad, siempre reservadas tras el velo de un falso tizne de ingenio o inteligencia, y aun así, seguía sobresaltándose al escucharlas con tal tono desdeñoso.

    Observó a su hermana, que no había oído a su madre porque se reía con algo que otro leñador había dicho. Lucie siempre insistía en que sus padres estaban enamorados, que la base del amor no eran los grandes gestos sino, más bien, el día a día, el estar ahí, marcharse a trabajar y regresar al caer la noche. Valerie había intentado creer en la veracidad de aquello, pero no podía evitar pensar que el amor debía de consistir en algo más, algo menos pragmático.

    Ahora se sujetaba con fuerza mientras se asomaba por encima de los listones traseros del carro y veía desaparecer el suelo ante sus ojos a toda velocidad. Mareada, se giró de nuevo hacia el interior de la carreta.

    -Mi pequeña -Suzette tomó a Valerie en su regazo, y ella se lo permitió. Su pálida y hermosa madre olía a almendras y harina.

    Conforme el carro emergía del bosque de Black Raven y retumbaba paralelo al río cristalino, la lóbrega calima de la aldea se tornaba visible en su totalidad. Su aprensión era palpable aun en la distancia: pilotes, picas y espinos que sobresalían en altura y hacia el frente. La torre del vigía en el granero, el punto más alto de la aldea, se alzaba enhiesta.

    Ese era el sentimiento inmediato al atravesar el caballón: miedo.

    Daggorhorn era un pueblo lleno de gente asustada, gente que se sentía insegura aun en la cama, vulnerable a cada paso, expuesta en cada esquina.

    La población había comenzado a creer que se merecía la tortura, que alguna equivocación había cometido y que algo malvado moraba en su interior.

    Valerie había estudiado a los aldeanos, los había visto acobardarse a diario y había sentido su diferencia respecto de ellos. Lo que ella temía, más que lo externo, era la oscuridad que procedía de su propio interior. Se diría que era la única que se sentía así.

    Es decir, aparte de Peter.

    Regresó mentalmente a la época en que él se encontraba allí, ambos juntos, impávidos y plenos de un gozo temerario. Ahora culpaba a los aldeanos por sentir temor, por la pérdida de su amigo.

    Una vez atravesados los enormes portones de madera, el pueblo se asemejaba a cualquier otro del reino. Los caballos levantaban las mismas nubes de polvo que en esos otros lugares, y todas las caras eran conocidas. Perros vagabundos deambulaban por las calles con la barriga vacía y decaída, reducida en un grado tan imposible que el pelaje se antojaba rayado en los costillares. Escaleras que descansaban de manera cuidadosa contra los porches.

    El musgo brotaba de las grietas de los tejados y se abría paso reptando a través de las fachadas de las casas, y nadie hacía nada al respecto.

    Esta noche, los aldeanos se apresuraban a encerrar a sus animales.

    Era la noche del Lobo, del mismo modo exacto en que lo había sido cada noche de luna llena desde tanto tiempo atrás como nadie era capaz de recordar.

    Conducían y guardaban a las ovejas tras unas gruesaspuertas. De manos de un miembro de la familia a las de otro, el cuello de las gallinas se tensaba cuando las lanzaban escaleras arriba, y lo estiraban tanto que a Valerie le preocupaba que ellas mismas se lo fuesen a arrancar de cuajo.

    Al llegar a casa, los padres de Valerie mantuvieron una conversación en voz baja. En lugar de subir la escalera hasta su cabaña elevada, Cesaire y Suzette se encaminaron hacia el establo de debajo, oscurecido por la ominosa penumbra de su propia casa. Las niñas corrieron por delante de ellos a saludar a Flora, su cabra preferida. Al verlas, el animal golpeteó con los cascos los desvencijados tablones del redil; los ojos claros se le humedecían por la expectación.

    -Ya es la hora -dijo el padre, que se aproximó por la espalda de las niñas y les puso las manos sobre los hombros.

    -¿La hora de qué? -preguntó Lucie.

    -Nos toca a nosotros.

    Valerie vio algo en su pose que no le gustó, algo amenazador, y retrocedió ante él. Lucie buscó la mano de su hermana pequeña, la tranquilizaba como siempre hacía.

    Hombre que creía en la franqueza a la hora de hablar con sus hijas, Cesaire se asió de la tela de sus pantalones a la altura de las rodillas y se inclinó hacia delante para mantener una conversación con las dos niñas. Les contó que Flora sería el sacrificio de este mes.

    -Las gallinas nos proporcionan huevos -les recordó-.

    La cabra es todo lo que nos podemos permitir ofrecer.

    Valerie se quedó inmóvil en su estupefacta incredulidad.

    Lucie se arrodilló llena de dolor y se puso a rascarle el cuello a la cabra con sus pequeñas uñas y a darle esos tirones suaves de las orejas que los animales solo consienten a los niños. Flora empujaba la palma de la mano de Lucie con sus recién salidos cuernos, como si intentase ponerlos a prueba.

    Suzette miró a la cabra y después observó a Valerie con expectación.

    -Despídete de ella, Valerie -dijo al tiempo que apoyaba la mano sobre el esbelto brazo de su hija.

    Pero ella no pudo; algo se lo impedía.

    -¿Valerie? -la miró Lucie en tono de súplica.

    Era consciente de que su madre y su hermana pensaban que estaba siendo fría. Solo su padre lo entendió e hizo un gesto de asentimiento a su hija al llevarse a la cabra.

    Guiaba a Flora con una cuerda fina, el animal resoplaba y sus ojos atentos irradiaban inquietud. Valerie contuvo las amargas lágrimas y odió a su padre por su empatía y por su traición.

    No obstante, fue cuidadosa. Nunca permitió que nadie la viese llorar.

    Aquella noche, Valerie estaba tumbada despierta después de que su madre las llevase a la cama. El resplandor de la luna entraba como una cascada por la ventana y se extendía cual columna por los tablones del suelo.

    Meditó con intensidad. Su padre se había llevado a Flora, su preciosa cabra. Valerie la vio nacer sobre el suelo del establo, cómo la madre balaba de dolor mientras Cesaire traía al mundo a la cabritilla, pequeña y húmeda.

    Sabía lo que tenía que hacer.

    Lucie palpó a tientas el lado de Valerie, que había abandonado el calor de la cama que compartían y se dirigía a la escalera del altillo y, de ahí, a la puerta principal.

    -¡Tenemos que hacer algo! -susurró Valerie en tono apremiante, indicándole a su hermana que se uniese a ella.

    Pero Lucie se negó, temerosa, con un gesto de la cabeza y el deseo no expresado de que también ella se quedase.

    Valerie sabía que no podía hacer igual que su hermana mayor, en cuclillas junto a la puerta y aferrada a su madriguera. Ella no iba a quedarse quieta y a ver su vida transcurrir ante sí. Pero del mismo modo en que Lucie había admirado siempre la entrega de Valerie, ella siempre había admirado el comedimiento de Lucie.

    Valerie deseaba arropar a su intranquila hermana y pedirle que no se preocupara, decirle «Shhh, dulce Lucie, todo irá bien por la mañana». En cambio, se volvió, sostuvo el pestillo de la puerta con el pulgar hasta tocar con suavidad la hoja en el marco, y salió al frío de la intemperie.

    La aldea tenía esa noche un aire especialmente siniestro, al contraluz de la claridad de la luna. Con el color de unos cascos desteñidos por el sol, las casas se erguían como barcos esbeltos, y las ramas de los árboles sobresalían como espinosos mástiles contra el cielo nocturno. Cuando Valerie salió por primera vez en solitario, sintió como si estuviese descubriendo un mundo nuevo. Para llegar hasta el altar con mayor rapidez, tomó un atajo a través del bosque.
    (...)

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